Bajar por aquellas escaleras trenzadas junto a la barandilla pintada en un azul desgastado por la lluvia me sigue generando el mismo hormigueo que cuando era niño. Aunque no sea viernes. Aunque nadie me espere. Han pasado más de 30 años. Pero la puerta es la misma. Instalada en el entresuelo de una planta que se desvía tímidamente de una calle que crece pendiente abajo. Alrededor, las casas se dibujan nuevas. Pero, aquella puerta, sigue igual. Está cerrada pero, en la “Soci” del Punta Galea, parecen seguir escuchándose la mismas voces que entonces.
Voces de niños que, en los años ochenta entraron de la mano de sus padres para practicar ciclismo. Niños como Roberto Laiseka, Iñigo Landaluze, Jonathan Castroviejo o los gemelos Otxoa que hicieron de aquel hobby de fin de semana una profesión.
En 1982, Roberto Brunet también cruzó aquella puerta para apuntar a su hijo Roberto en la escuela, pero, cuatro años después, Iñigo Mentxaka, Presidente del Punta Galea por aquel entonces, le animó a que le sustituyera, ya que él presidiría la Federación Vizcaina. El año siguiente, en 1987, la S.C. Santa Ana, organizador del Circuito de Getxo para profesionales, no podía hacerse cargo del evento y Mentxaka habló con Roberto. “Podrías hacerte cargo del relevo, tómatelo como un desafío”, le retó.

A tres meses del inicio de la prueba, siempre el 31 de julio, coincidiendo con la festividad local, y sin tener ninguna noción sobre lo que ello implicaba, Roberto no tenía nada. Fueron sus primeras batallas con la falta de sueño, la búsqueda de patrocinadores, acuerdos interminables con terceras partes que parecían reproducirse…y el Reglamento UCI. Le pedían contar con al menos 5 equipos extranjeros. Un equipo japonés que había sido invitado se ofreció a traerlos, pero se refería a los corredores. El malentendido lo que si trajo fue una amonestación de la UCI. Pero la carrera se celebró.
Desde entonces y hasta el año 2012, cuando recogió el testigo Mikel Guinea, el teléfono de Roberto no dejaba de sonar. De requerirle tiempo, como aquel desplazamiento que tuvo que hacer a Toulouse en el año 1988 aprovechando el día de descanso del Tour para reunirse en el hotel donde permanecía aquella noche el equipo Fagor. Debía conseguir la participación de Stephen Roche, que, lesionado meses atrás con el maillot de Campeón del mundo aun sobre sus espaldas, pretendía aparecer estelarmente tras el Tour.
Tras su económicamente desbordante confirmación, le hicieron un homenaje en el hotel donde se alojaría, pero no se presentó. Al día siguiente, al no haber control de firmas en aquella época, Roberto no supo si el irlandés había tomado la salida por lo que desconocía si estaba en carrera. Durante la misma, al identificarle entre los participantes le pidieron que se dejara caer levemente del pelotón para que los espectadores pudieran verle.

Y hoy, más de 30 años después, cuando la carrera cumple 75 años, Yon Gil, también miembro del Punta Galea, recoge con la misma suavidad que describe su trato un libro pintado en mil imágenes sobre la carrera.
Un libro que viste emociones, que desvela historias. Que ruge victorias. La más modesta de todas, aquella en la que Jesús Guzman, un desconocido integrante del Dormilón, en un día de rayos y truenos, hizo del barro y la grasa que saltaba del asfalto su pintura de guerra para plantar cara a un pelotón plagado de hombres que venían de correr el Tour de Francia. Los aficionados, confundidos, aplaudían su paso por cada vuelta creyendo ver al ciclista que cerraba la carrera abrumados ante tanto abandono. Aquel día, mientras los micrófonos aturdían a un anónimo ganador, la cámara de Mikel Fernández alcanzaba la agonía de Alberto Fernández, del equipo Zor que, aterido de frío, apenas conseguía despojarse de los guantes.

Héroes locales
Otras imágenes describen la fustración de Javier Murguialday, superado a escasos cinco metros de la línea de meta del muelle de Arriluce por Adri van der Poel, después de haber estado escapado más de media carrera siempre bajo el control de la calculadora del Tulip Computer.
Otras fotos susurran futuro, como aquella que inmortaliza la única aparición de Miguel Indurain en 1989 rodeado de Peter Winnen y Erik Vanderaerden “la rosa del barro”, en un caluroso paso por el repecho de Txomintxu.

75 ediciones que narran batallas. La de Giovanni Visconti contra Danilo Di Luca. Berrendero frente a Mancisidor. Marino Lejarreta ante Fede Etxabe.
Páginas repletas de victorias y derrotas. De brazos al aire de unos y puñetazos de rabia al manillar de otros. Aunque, si se escarba en la letra pequeña, también descubre héroes locales.
Uno de ellos es Jose María Yermo Solaegui. En el año 1924 tan sólo consiguió ser quinto. Pero, su mérito, sobresalía con creces por encima del resto del pelotón. El corredor militaba en la sección de ciclismo del Arenas de Getxo, máximo rival del Athletic de Bilbao en aquella época. Pero, el éxito de Yermo, no residía en aquel puesto de honor dentro de un equipo modesto. La historia de aquel gran hombre se disfraza en la modestia de un chico que, además de ciclista, también militaba en el equipo de fútbol, donde jugaba de delantero centro cuya habilidad le hizo ser llevado a la Selección nacional con quien marco un hat-trick contra México en los Juegos Olímpicos de 1928 en Amsterdam, donde, un día después, disputaría la prueba del kilómetro lanzado. Además, poseía el record nacional de triple salto y salto de longitud.

No puedo evitar mirar de nuevo aquella puerta. Cerrada. Tras ella se ocultan historias. Sueños. Aún parece escucharse la voz de Roberto atiborrado a tareas. O las risas de todos aquellos chicos que, como los gemelos Otxoa, cruzaron hace 30 años aquella puerta para aprender a andar en bici y, años después, volvieron como ciclistas profesionales para saludar a sus antiguos directores. Acabaron corriendo el Circuito de Getxo y, tras un fatídico atropello, ahora la honran con su nombre.