Antonio Jesús Soto, la importancia de volver sin Mundial

"Se desmotivaba con la rigidez de un deporte que le obligaba a medirlo todo... bajo la dictadura de un potenciómetro que aún hoy sigue odiando. A él le gustaba ir a la grupetta de su paisano Alejandro Valverde, para picarse sin pensar en ningún objetivo".

Antonio Jesús Soto, la importancia de volver sin Mundial
Antonio Jesús Soto, la importancia de volver sin Mundial

Todas las mañanas, antes de salir a entrenar, Antonio siempre se detiene frente al cuadro que preside la entrada de su casa. Se lo hicieron sus amigos tomando el molde de la foto de aquella victoria. Sale cansado, mojado. Pero, sobre todo, se le intuye un grito de emoción, de agradecimiento.

Si aparece es porque Antonio, su padre, accedió a comprarle una bicicleta por capricho cuando era niño. Su hermana mayor tenía una y él hacía todo lo que ella hiciese. Nunca fue por seguir los pasos de su progenitor, que estuvo a punto de ser profesional con el Puertas Mavisa en los años ochenta, aunque él ni siquiera había nacido. No fue consciente de la frustración que supuso a su padre renunciar a una profesión que no iba a dar de comer a una familia. Por eso su abuelo no le dejó firmar aquel contrato. A cambio, cuando vio que Antonio comenzaba a ser un junior destacado, se dejó la vida para que su hijo tuviera el apoyo que no tuvo él. Hipotecó parte de sus ahorros y su tiempo en cruzarse España en diagonal cada fin de semana para que disputara las carreras. Tenía claro que si su hijo despuntaba en el País Vasco alcanzaría lo que le faltó a él.

Antonio, por su parte, llevaba su afición a bandazos. Por un lado, le juraba a su padre que quería ser profesional. Por otro, se desmotivaba con la rigidez que suponía un deporte que le obligaba a medirlo todo. Desde las horas de sueño hasta la taquigrafía de cada entrenamiento. Todo bajo la dictadura de un potenciómetro que aun hoy sigue odiando. A él le gustaba ir a la grupetta de su paisano Alejandro Valverde, para picarse sin pensar en ningún objetivo.

Sin embargo, los años pasaban y Antonio comenzó a temer por su futuro. A sus 24, enrolado en Lizarte de categoría amateur, le sorprendió la paternidad prematura. Jesús Buendía, por aquel entonces su preparador, le dijo que confiara en sus posibilidades, que mientras pudiese tener la edad para disputar la Copa España o alguna Vuelta de entidad, tenía opciones, y Juanjo Oroz, Director del equipo navarro, le dio confianza para afrontar un año decisivo. Aquel año, Antonio consiguió ser el mejor amateur español según el ranking de la Federación Española y la Fundación Euskadi le reclutó para debutar en profesionales el año siguiente.

El cuadro parece mirarle. Imantarle en pura motivación. Recordar aquellas lágrimas de alegría mientras lanzaba el puño al aire. Hace meses no podía hacerlo. Se lo fracturó apenas unos días antes de participar en el que iba a ser su primer Mundial. Si iba a disputarlo era porque, semanas antes, su equipo le llevó a correr una Vuelta a España a la que acudía tan sólo con la ilusión de dar algo de presencia y que, según avanzaron las jornadas, le ubicó en más de una escapada ganadora. En la etapa 19, rabió su mala suerte por no tener la experiencia de estar colocado en el momento clave. A cambio, en la tercera, disfrutó del pasillo humano que la afición vasca le hizo cuando comenzaba la ascensión a Picón Blanco como líder virtual de la carrera.

A día de hoy le siguen preguntando si le dio rabia romperse el escafoides. La realidad es que la frustración le duró dos días. Justo el tiempo que tardó en reencontrarse con su mujer y su hijo. A ambos les dijo el verano pasado, cuando se los llevó a la playa, que antes de la una y media estaría de vuelta del entrenamiento. Sin embargo, casi a las dos de la tarde, se despertó en una ambulancia. Aturdido le dijo al enfermero que le atendía que tenía que estar en casa, que qué había pasado. Había sufrido la colisión con un coche mientras descendía el último puerto previsto. Luego se quejó de la espalada. Se había fracturado una vértebra y una costilla. La mala suerte le rajó el ánimo. Tras el parón por la pandemia tenía previsto reaparecer en la Vuelta a Burgos. A cambio, estaría casi siete meses sin correr.

En aquel momento comprendió la relatividad de la vida de un ciclista y la importancia de minimizar las penurias. Lo del escafoides se curaría con una simple escayola firmada con el cariño de su familia.

Podría quedarse horas mirándolo. El cuadro lo retrata fiero. Reivindicativo. Como si quisiera decir que ahí estaba él. De retorno al nivel que tenía antes de aquel accidente que, a veces, aún resuena en su delgada osamenta cuando cambia el tiempo. En cambio, el día de aquella foto, decidió desafiar al grupo de favoritos. Se escapó en la bajada del Collado. Al fin y al cabo la conocía al dedillo. Luego, tras coger al último superviviente de la fuga, se presentó en solitario en la Cresta del Gallo. Él sólo quería dar espectáculo, para agradecer a su familia y amigos que se acercaran allí, bajo la lluvia, sobre todo a los que se habían pedido el día libre en el trabajo. Tras coronar el puerto se percató de que ya nadie iría en su búsqueda. Fue entonces cuando todo lo que dice aquella foto, floreció de golpe en apenas unos metros. Gritó agradecimiento a su padre por darle un futuro. A su pareja por hacerle padre prematuro. Por cuidar de su niño cuando el no está. A su tozudez por recuperarse como ciclista. Luego, bajo la lluvia, alguien hizo la foto que ahora, bajo un gran marco de madera, preside su casa. Cuando ganó la Vuelta a Murcia. Había vuelto. Aunque luego se perdiera un Mundial.