“Contigo el mensaje va a tener mayor calado, porque el ciclismo también es una religión aquí”, bromeó. Geert Goethals, el sacerdote de Kortrijk sabía lo que se hacía. Lo tenía convencido.
En Kortrijk, instalado en el corazón de la Bélgica flamenca, todos los chicos conocen a Julien. No sólo por ser un gran ciclista, también porque dedica su tiempo a hablar con los jóvenes en los colegios de la ciudad. Les enseña a tener fe. A hacerles pensar en positivo en tiempos difíciles.
Su imagen es moderna, abanderada en un flequillo rubio que cuida al milímetro, más cercana a la estética de un futbolista que de un rodador. De hecho, en casa de los Vermote, había dos premisas. El domingo se iba a misa, pero el sábado había fútbol. Su padre era entrenador de porteros, y le transmitió esa pasión. Él empezó en el Club de Harelbeke, hasta los 13 años, pero tuvo que cambiar de equipo y al estar lejos de casa, su madre era incapaz de dar abasto con las actividades deportivas de sus cuatro hijos.
Julien tenía de espejo a su hermano Alphonse, que era ciclista. Por eso le siguió. En los entrenamientos, Alphonse cogía la forma antes, eso le ayudaba a mejorar. En las carreras, tan sólo el profesionalismo les hizo cambiar de equipo. Alphonse lo dejó siendo un modesto Continental. A Julien le llamó en 2010 Lefevere, mánager del potente Quick-Step. Julien no se lo creía. Lo lógico hubiese sido ir al TopSport Vlaanderen, que ya estaba apalabrado, pero Geert Tiebergijn, su entrenador por aquel entonces, tenía relación con Lefevere y le tiró el órdago.
Su primer encuentro con el equipo fue en un hotel de Knokke, en la costa belga. Nada más cruzar la puerta se encontró con Tom Boonen, todo un referente para él. Según lo vio, intentó disimular su timidez, pidiéndose así mismo aprender todo lo que pudiera de aquellas estrellas.
En las primeras concentraciones, Jerome Pineau no paraba de decirle que fuera más tranquilo, que ya tendría tiempo en las carreras de dar lo mejor de sí. Sin embargo, él se contagiaba de la ilusión de Silvain Chavanel, de observar lo que disfrutaba el francés en los entrenamientos. O de la extenuación a la que podía llegar Nikki Terpstra en una crono por equipos.

Con los años, su labor fue la de hombre de equipo. Podría presumir de haber trabajado para todos los líderes con los que coincidió. Estuvo en la oscuridad de las victorias de Kwiatkowski en la Amstel, de Gilbert en Flandes, de Kittel en el Tour. Sin embargo, siempre hubo un hombre especial para él.
A Julien le encomendaron estar cerca de Mark Cavendish en el Giro de 2013, la primera gran Vuelta que corría con ellos. En una de las etapas, cuando se encontraba tirando del pelotón, le avisaron por la emisora de que el británico se estaba descolgando. No dudó en hacerlo el también. En protegerle del viento y arroparle. No ha sido el único momento. Él y “Cav” han llegado a estar sólos en pleno Tour. Lejos de la salvación del “grupetto”. Incluso, como ocurrió en el Tour de 2018, llegaron a cumplir más de 100 kilómetros en solitario rodando en tiempos de fuera de control. Julien se convirtió en algo más que un compañero. También era aquel amigo que sabía consolarle en la intimidad de una habitación de hotel cuando las cosas no salían.
A cambio, el británico siempre tenía un abrazo reservado para él. En sus victorias de Tour. Pero, sobre todo, en aquel Giro de 2013, en su primera gran Vuelta juntos cuando, tras levantar los brazos en Treviso, esperó bajo la lluvia a que su compañero llegara después de haber sido capaz de rodar en la punta del gran grupo para tumbar la escapada.
Incluso, junto a “Kwiato”, se pusieron a su servicio para que consiguiera ganar en el Tour de Gran Bretaña, una de sus escasas victorias junto a la clásica belga Driedaagse van West-Vlaanderen.
Pero, tras 7 temporadas en el equipo sentía que, a sus 28 años, su misión era siempre la misma, que estaba mutando a un corredor diésel, de esos que se pueden pasar horas tirando del pelotón.
“Vente conmigo tío, aquí vas a estar bien”, le dijo Cavendish. Julien no lo dudó. El velocista británico se había enrolado en el Dimension Data, un equipo hecho para dar visibilidad al continente africano a través del ciclismo. Desde un primer momento, a Julien le atrapó la magia de África. La sonrisa de un niño sin recursos al poder montar en una bicicleta con la que poder ir al colegio evitando tener que transportar a pie durante kilómetros una pesada mochila.
Sin embargo, tras dos años en el equipo africano, los resultados no acompañaron. De nuevo llegó un cambio de equipo, el Cofidis francés donde, un año después de firmarlo, no pudo ver renovado su contrato.

De repente, Julien sintió como que su palmarés no valiese nada. Pudo haberse abandonado a la auto-compasión. La situación de pandemia mundial no ayudaba, pero decidió refugiarse en la esperanza. En la fe aprendida en los domingos de misa con su familia. El resto lo hizo Alphonse. Julien necesitaba algo más que un representante. Su futuro debía llevarlo alguien que le conociese bien, que supiera lo que necesitaba en cada momento. Un amigo. Un hermano.
El invierno pasó lento, pero en primavera llegó el contrato. “¡Tio, en marzo firmas con el Alpecin!”, le dijo un día. La noticia llegó emborronada. El debut debía ser en mayo, pero los últimos entrenamientos resultaban muy pesados. Necesitaba descansar más de lo normal. Los médicos le detectaron Toxoplasmosis, a lo que, añadido al COVID, le obligó a estar un año en blanco.
A día de hoy, para Julien todo eso es pasado. El equipo confía en él. Junto a Jimmy Janssens, el otro veterano del equipo, ayudan a los más jóvenes a encontrar su hueco dentro del equipo, lo mismo que pudo hacer él hace una década gracias a las grandes figuras del Quick-Step.
Tan sólo hay uno al que no tiene que explicarle nada. Matthew Van der Poel es un tipo fuera de lo común. Julien contribuyó a su victoria en Flandes. Lo vio volar. Le hizo feliz participar en su victoria. Y en casa, las cosas no pueden ir mejor. Su hermano Alphonse lleva un Centro Médico Deportivo muy prestigioso en la región. Siempre admiró lo bien que supo reinventarse tras el fin de su carrera deportiva.
“Entonces no te ponemos la toga, verdad”, bromea el Sacerdote Goethals. Imposible. No combina con su look moderno. Con ese flequillo de futbolista cuidado hasta el extremo. Los chicos de barrio prefieren verle así. Moderno y cercano. Como un ídolo que, además, sabe inculcarles valores.