“No sé cómo llegaré al día de mi despedida. Sólo quiero darle todo mi cariño a cada aficionado que se acerque”. Sus palabras se agrupan en un estremecimiento que consigue agrietar su voz.
Su sonrisa baila al son de su discurso. Muecas vivas que ofrecen toda su dentadura se esconden cuando llega una reflexión pintada en dudas. Aun no sabe por qué va a hacerlo. Ni si los 40 años, que llegarán en apenas unos días, son el número redondo que cierre el círculo. Lo cierto es que, en el pelotón, este año ya no ha encontrado a nadie de su quinta. Y que, los que se han ido apartando, bromean con él para que lo haga también.
A Luis Ángel le llaman “el lince”. Se lo pusieron sus amigos porque decían que era un poco raro, como el felino. Lo cierto es que siempre fue a contracorriente. Creció en Marbella, ciudad inyectada en dinero y barcos de lujo que siempre esquivó en busca del paraíso que encontraba más al interior. En su Sierra Bermeja, la que conoció verde y que aún hoy sigue pintada en ceniza. Hasta llegar allí, durante años se ha visto obligado a serpentear entre un tráfico perpetuamente intenso. Peligroso. Puede que el cansancio al miedo le haya empujado a dar ese paso.
Fue diferente desde pequeño. Sus amigos iban de día al colegio. Él iba por las tardes, para poder tener tiempo de ser ciclista cuando el resto prefería darle al balón. Cuando logró dedicarse a ello, le integró un ciclismo que aún abanderaba el romanticismo de la rebeldía. De entrenar como uno quisiera para llegar a las carreras de la mejor manera. Hoy, en cambio, la aterroriza ver que son las maquinitas las que controlan a chavales en su rendimiento. Que monitorizan una trayectoria hasta convertir al ciclista en otra máquina más. Quizás por eso sea la hora de apartarse, de seguir siendo raro.

Androni Giocattoli y el Andalucia-Caja Sur.
El ciclismo le regaló tres bastones en lo que apoyarse. El primero fue su padre, al que buscaba con la mirada cuando subía los puertos del Tour con su maillot rojo de Cofidis. No importaba lo que hubiese sufrido aquel día. Sentir la felicidad de un padre orgulloso de que su hijo hubiese conquistado su sueño era más que suficiente.
También conoció a dos italianos. Davide, el más serio, le enseñó a aprender sin hablar. A copiar los buenos hábitos. Luis Ángel nunca le dijo que de pequeño tenía su cara metida en una chapa. Davide se lo llevó a su equipo para que creciera sin más explicación que una palmada en la espalda. Michele era el más bromista. Un tipo con don de gentes. Extrovertido hasta la extenuación. Un amigo incondicional para cualquier momento. Ya fuera para celebrar un buen resultado o para sofocar un mal día.
A los tres les habla cada noche, aunque la muerte se los haya llevado. Hasta entonces, nunca se preocupó más allá del día a día. De la importancia de estar con los tuyos, de no faltar a quien te quiere. Puede que, familiarizarse con ese sentimiento le haya empujado a tomar esa decisión.
Este año, el último, viste de color naranja, como el año pasado. Dice que en el equipo vasco le entienden, que los jóvenes le escuchan, y los que no lo son tanto, también. Les cuenta que no se martiricen. Que disfruten de entrenar y de correr, y que no es tan importante lo que les diga una maquinita.

A él le dejan que vaya por libre, por instinto. Como un lince detrás de su presa. En Portugal conquistó una. Sólo recuerda que cambió muy despacito del plato pequeño al grande, como en las bicis antiguas, para que no se le saliera la cadena y poder superar a Artem Nych en Guarda, en una de las etapas de la Volta a Portugal. Lo que más le alegró no fue conseguirlo, sino la ilusión con la que sus compañeros y sus seres queridos recibieron la noticia.
Él siempre quiso ser ciclista, uno de esos antiguos, de los que volvían a casa en bicicleta después de una carrera. Pero llega al final de su camino. Lo hace porque le acompañan de la mano dos niños con los que quiere acampar en el monte en verano, y el ciclismo nunca le ha dejado. Se bajará de su montura como un soldado curtido en mil batallas. Con tres idiomas aprendidos y un tornillo aun incrustado en una de sus clavículas, con el recuerdo de dos ablaciones cardiacas y una tos de la que nunca se va a despojar fruto de una bronquitis que hizo crónica en su pelea por mantener un maillot de la montaña en aquella Vuelta a España de 2018.
Será justamente esa carrera la que le despida. Quizás sus compañeros de pelotón tengan respeto por “el viejo lince”. Quizás le dejen correr libre cuando la carrera pase por su Andalucía. Puede que, incluso, le dejen entrar el primero en el circuito final de Madrid. Será entonces cuando “el lince” asuma su cuarentena y encierre su libertad con su camada en la Sierra Bermeja.
