El calor que hoy surca la península le hace rescatar un recuerdo. Fue en agosto, en una cena con amigos donde sintió la misma sensación de las gotas de sudor surcando su frente. Aquel día, Marc celebraba con ellos la victoria conseguida en el Campeonato de Cataluña. Pero, lo que le hizo romper a llorar, fue aquella llamada.
Marc es de sonrisa diáfana, instalada en la parte del vaso que siempre está medio lleno. Abanderada de las vivencias que dejan asomar un ciclista atípico de origen desconocido. Sin ídolos ciclistas en la televisión, nadie en su familia le animó a montar en bicicleta. Tan sólo uno de sus abuelos practicó ciclismo, pero nunca lo vio en persona. Pero él se empeñó en marcar sus propios pasos. Primero le dijo a sus padres que le quitaran los ruedines cuando apenas tenía tres años y pocos años después, apoyado en un amigo de la familia, se inscribió en una carrera en Lliça d' Amunt, el pueblo de al lado, sin que sus padres lo supieran. Cuando se enteraron, se enfadaron, pero le dejaron participar. Lo mejor de todo aquello no fue ganarla, sino descubrir una pasión.

Sin embargo, tras su paso por Juniors enrolado en la Fundación Contador, se dio cuenta de que sus dotes ciclistas iban más por la velocidad que por el estereotipo del ciclista español, afincado en la finura menguada de un escalador. De nuevo, se adelantó a su zona de confort y pidió a la Fundación no continuar mientras, de forma autodidacta. dedicaba sus ratos libres a buscar un equipo fuera de España. En aquella época, el referente era Jasper Philipssen. Sprinter como él, sus éxitos e adolescente se gestaban en Bélgica. De pronto, sintió que ese debía ser su camino aunque su búsqueda le acabó llevando a Marsella, en la esquinita cálida de Francia donde tenía su sede un equipo amateur, la Pomme Marseille.
El primer año fue árido. Instalado en un piso a las afueras de la ciudad, se dedicó a chapurrear francés con un sudafricano y un australiano que, como él, también habían iniciado su periodo de buscavidas. Durante las competiciones, el escenario no era mucho más alentador. La forma de correr también parecía hablar un lenguaje diferente al suyo hasta el punto de que terminar las carreras era ya una victoria.
Tras tres años, y con la sensación de que dar un paso al profesionalismo iba a ser difícil allí, tomó la determinación de enrolarse en el filial del Caja Rural donde poder canjear todo lo aprendido en Francia. La gente le dice que su presente lo dictó el año pasado. Pero Marc se defiende diciendo que, aquella llamada, fue fruto de todo lo logrado en Francia.

Lo cierto es que, tras ganar el Campeonato de ruta catalán, durante una cena con amigos su teléfono sonó. Ya le habían avisado del interés del equipo Trek pero esta vez, era en serio. “¿Que si quiero firmar?, ¡pues claro que si!”, respondió entre lágrimas imposibles de contener.
Meses después, en octubre, tras terminar la temporada, acudió a la sede del equipo en Milán, junto a las nuevas incorporaciones, para probar el material y tomarse las medidas de su nueva bicicleta. “A mi ponedme lo que queráis. Tenéis de todo, así que seguro que voy a estar bien”, respondió emocionado ante las carcajadas del biomecánico.
Pero lo más emocionante ocurrió en las concentraciones sucesivas. En el equipo americano, la consigna era siempre ubicar en las habitaciones a corredores experimentados con los nuevos. A Marc, aprovechando su buen nivel de francés, le propusieron a Tony Gallopin en la primera y a Dario Cataldo en la segunda. De ambos supo escuchar hasta la más mínima reflexión. Eso le hacía fiel a su máxima en el ciclismo donde para él, no hay ídolos, sino esencias de cada ciclista necesarias para nutrir su mejor versión.
Luego llegó el momento de definir su papel en el equipo. Fueron claros con él: se le daría libertad en las clásicas para poder conocerlas pero, a cambio debía apoyar a los hombres rápidos del equipo, ser parte de su treno. Con Jon Aberasturi, apenas tuvo tiempo de hacerlo ya que, tras sufrir una dura caída a principios de temporada, el sprinter vasco tuvo que variar su calendario. Su nuevo hombre asignado sería Matteo Moschetti.

A Marc le soprendía la tranquilidad del italiano. Pura calma frente a un café, o durante las charlas, pero puro fuego en las llegadas. Su primer treno como profesional fue con él, durante su debut en la Vuelta a Valencia. Sin embargo, el día que ganó no pudo evitar hacer un recto junto a su compañero Markus Hoelgaard.
Fueron las primeras vivencias en un ciclismo donde los sprints nada tenían que ver con el campo amateur. Aquí, cada sprinter contaba con, al menos, cinco hombres. “Lo importante es sentir el tempo”, le explicaron. A él, siendo tan joven, le costaba entenderlo. Sabía que la adrenalina del triunfo iba asociada a la experiencia.
Luego llegó la carrera de casa. La Volta a Cataluña fue un arma de doble filo. Le regaló el cariño del público local. Rodar ante gente que le conocía, que le animaba por su nombre. A cambio le entregó a la miseria de un deporte que no acepta excusas de primerizos. En la segunda etapa, la de final en Perpignan, disputó sus primeros 200 kilómetros seguidos. En la anteúltima etapa, vivió el día más duro hasta ahora donde, en un día de perros y tras agónicos relevos con Martin Laas y Ethan Vernon logró cruzar la línea de meta dentro del control con apenas tres minutos de margen. Sin embargo, al día siguiente despertó con fiebre, obligándole a echar pie a tierra antes de cruzar la última línea de meta en Barcelona.
Pero el ciclismo carece de un hogar. Puede que en tus propias carreteras te empuje a la miseria y que, en otro lugar, te anime a seguir creyendo en ti. Su sonrisa es la llave para entrar en cualquier circunstancia. El dueño es un tipo acostumbrado a tomar la iniciativa a un camino pausado. Desde que pidió a su padre que le quitara los ruedines hasta ser el portador de velocidad novata en el exigente World Tour.