Dicen que las grandes Vueltas dan y quitan. Nunca fue su caso. A él le empujó el destino.
El chasquido de la cala al insertarse en el pedal automático le sigue activando. Como un resorte, conecta con su sonrisa. La que siempre ha descrito el rostro de un niño que pareciera ir a hacer la primera comunión. Semblante infantil perpetuo acompañado de peinado siempre poblado y oscuro. Con la raya a un lado. Su vida ha sido generosa en subes y baja. Hoy, la ve desde lo alto, en la cara norte de Bogotá, a 2.700 metros de altura. Con una mirada parda que ya ha perdido su acento manchego hace años para instalar musicalidad bogotana.
Desde allí dispara entrenamientos que debutan con el alba, ladera arriba, hacia Tunja o Boyacá, por donde comparte carreteras con Nairo Quintana o Miguel Ángel López.
En cambio, sus primeras pedaladas crecieron a miles de kilómetros de allí, en Ossa de Montiel, un pequeño pueblo enmarañado en la provincia de Albacete. Allí, cada verano, con su GAC motoretta, retaba a sus amigos del pueblo a ser el primero en dar la vuelta al pueblo, con su gorra del Reynolds colocada con la visera hacia atrás. Las tardes, en cambio, se las regalaba a Perico Delgado, su ídolo. Ciclismo de bar y partidas de cartas inculcado por su padre, mecánico de coches y apasionado del ciclismo.

Años después, cuando empezó a competir, su juventud pintó un escalador. Fino y agresivo. Como Perico. En juveniles, hizo rebosar su palmarés de victorias pero, a final de temporada, todos los equipos amateurs le hacían la misma pregunta: “¿Tienes ya atado el tema de la mili?”. Él pensó que si, al menos antes de la jura de bandera en Albacete. Tras ella, a pesar de estar recomendado por el mismísimo Bahamontes, su destino acabó siendo un polvorín de la policía aérea en la Chinchilla. Privado de permisos para poder entrenar, lloró cada uno de los nueves meses en los que su progresión degeneró en un cuerpo condenado al sobrepeso.
Al terminar el Servicio militar, y con ocho kilos de más, las promesas de muchos equipos se esfumaron, salvo la de su amigo y ex ciclista Manolo Jiménez, que le ayudó a intentarlo con el Gres de Nules. Pero en el equipo no se fiaban de él y tan sólo le prestaron un maillot y una oportunidad en una carrera en Murcia, donde consiguió imponerse ante el asombro de sus Directores que, abrumados por su nivel, le ficharon sin dudarlo.
Bogotá parece someterse bajo sus pies. Allí arriba la perspectiva se hace amplia. Atrapado por las vistas, sus ojos se cierran, inhalando el aire puro de un recuerdo. Un fecha. El 17 de julio de 1997, el teléfono de su cocina sonó de repente. “Óscar, mañana te subes a Elche a firmar tu contrato de profesional, porque te vienes con nosotros, ¿no?”, le vociferó Joan Más al otro lado del teléfono. Tras colgar levantó a su madre en brazos entre gritos de alegría. La oferta de Javier Mínguez para firmar por Vitalicio llegaría tarde. Su destino estaba firmado y rubricado. Dispuesto a ser tutelado por hombres como Ángel Edo, Fernando Escartín o Arsenio González, con quien bromeó ante los aficionados y periodistas durante la disputa de su primer Giro diciendo que era su padre.

Tres años después, Roberto Heras, tras imponerse en la Vuelta a España, anunciaba que dejaba el equipo para irse al US Postal. Vicente Belda, con una decisión, le hizo hombre antes de lo pensado, señalándole como sucesor del bejarano. “Tú serás nuestro próximo jefe de filas”, le dijo con determinación. La primera toma de contacto con los nuevos galones fue en el Tour de Francia donde consiguió un séptimo puesto y el maillot de mejor joven.
Días después, Belda le dijo que no le llevaría a la Vuelta a España. “Quiero que crezcas despacio”, le explicó, pero, semanas después, tras terminar segundo en la Vuelta a Burgos, los planes volvieron a cambiar, obligándole a ir a la Vuelta. Óscar, presionado por contentar al patrocinador, acudió sin el ritmo que él consideraba conveniente pero, con el paso de las etapas, comenzó a sentirse con mejores sensaciones que en el Tour de Francia, enfundándose el maillot de líder tras la etapa con final en los Lagos de Covadonga.
En las etapas posteriores, los envites de Ángel Casero no conseguían hacerle flaquear. El duelo final se decidiría en la crono final en Madrid. Aquel día, su bicicleta de contrarreloj sufrió extraños percances que nunca fueron solucionados a tiempo. Por la noche, lloró desconsolado su derrota que, a día de hoy, solo le calma recordar a su Peña coreando su nombre en el Podio de la Castellana.

El año siguiente, el Tour de Francia le aplicó la injusticia con la que históricamente hace y deshace ídolos, obligándole a abandonar por una gastroenteritis. A cambio, Óscar acudió a la Vuelta con los galones de jefe de filas. Con lo que no contaba era con el traidor que se había alojado en la bodega de su barco. A falta de 12 kilómetros de una de las etapas decisivas, cuando el temido Anglirú ya intimidaba bajo su sombra al reducido elenco de favoritos, Óscar, líder de la prueba en aquel momento, acababa de conectar con el grupo principal tras sufrir un pinchazo. En ese momento, Aitor González, compañero de equipo, saltándose las órdenes de esperar a que Quesada hiciera su trabajo, atacó con fuerza, dejando a su compañero en evidencia y haciéndole perder tiempo en la llegada. Aquella tarde, la rueda de prensa tornó en un paripé en el que Óscar tuvo que fingir ante las cámaras la buena fé de su compañero, a la postre vencedor de la prueba en Madrid.
Recordarlo escuece, pero no duele. Es sólo ego de vitrina. Lo que realmente rajó su vida vendría después. Tras una temporada plagada de lesiones acudió al Mundial de Hamilton en una forma óptima pero, en la segunda Vuelta, con el circuito mojado, cuando rodaba a rueda de la selección italiana una caída le hizo aterrizar sobre una acera. Los exámenes posteriores mostraron una fisura en una vértebra, pero las consecuencias fueron todavía peores. Meses después, con el nervio ciático pinzado, su pierna izquierda se dormía, haciéndole perder intensidad en la pedalada.

Aun así, su calidad como ciclista se anteponía sus dolores y, tras dejar el Kelme, firmó por el Phonak, pero, tras disputar una sola temporada, recibió una llamada inesperada. “Te quiero junto a mí para intentar llevarme el Tour”, le ofreció Jan Ulrich. Óscar pidió a Urs Freuler, mánager del equipo suizo, abandonar la escuadra. A cambio, el manchego encontró en el alemán un amigo. Un tipo tímido, pero una gran persona. El mayor talento que había conocido sobre la bicicleta. Pero un portento vacío de moral. Una fiera domada psicológicamente por Lance Armstrong al que nunca fue capaz de convencer de que podía lograr el triunfo final en Paris.

Tras dos temporadas en el equipo alemán, el destino, inclemente, volvió a golpearle de nuevo. Su nombre apareció relacionado con la trama orquestada en torno a la “Operación Puerto”, una red de dopaje que sacudió el ciclismo en 2006. Recordarlo le entristece, pero no le afecta. Se sintió atrapado en una caza de brujas. En una red de hipocresía de la que era imposible soltarse. Pero también le sirvió para atrapar el amor de los suyos y deshacerse del interés de otros. Quien le quería nunca le abandonó. Aunque fuera arrinconado sin defensa alguna. Sin una acusación en firme. Al menos eso decía la carta que le entregó el juez que llevaba el caso. Incluso, la Vuelta a España, aquella que le vio crecer como ciclista, le apartó de su lado, obligando a su nuevo equipo, el Relax- Gam, a no incluirle entre los elegidos para disputarla el año siguiente.
Dicen que las grandes Vueltas dan y quitan. Para él, en cambio, era otro elemento el que hacía y deshacía sus planes. Apestado en Europa, el destino le tenía reservada la mejor de sus cartas. Y él ni siquiera sospechaba nada.
2ª parte de "Óscar Sevilla: el ciclista de talento eterno que se encomendó al destino"