“A veces me veía sobre la bici. Otras, en la televisión, como en tercera persona”, acierta a recordar. Su tono, pese a todo, permanece tranquilo, sintomático de la pausa que le describe.
Urko se considera a si mismo casi un ermitaño. Agrupado dentro del canon de ciclistas que conviven bien con el aislamiento, con la tranquilidad que da el escudo de su círculo más íntimo. En cambio, la senda del amor le hizo irse a vivir a Barcelona, ya que Andrea, su pareja, tenía que trasladarse allí por motivos laborales. A él no le importó, pero, sin duda, el bullicio de la ciudad, aunque contase con buen clima y buenos puertos, superaba con creces la calma de Pamplona.
En la capital navarra no sólo está la sede de su equipo, el Kern Pharma, también su familia. Su padre, asiduo practicante del cicloturismo, les solía llevar tanto a él como a sus hermanos a dar una vuelta en bici los domingos. Con el paso de los años, tan sólo él siguió la estela de su rueda hasta que su competitividad, acentuada cada año, sólo podía ser canalizada a través de una escuela de ciclismo.

Urko llegó al equipo de Juanjo Oroz y Manolo Azkona en un viaje de ida y vuelta. Se formó en el equipo filial, que por aquel entonces se llamaba Lizarte, pero debutó como profesional con el Murias. Sin embargo, aunque el equipo vasco tuvo que cerrar sus puertas ese mismo año a Oroz no les costó ni medio minuto volver a abrírselas.
A pesar de que aquella temporada (2019) su expupilo había conseguido un puesto entre los doce primeros en el Tour del Porvenir, Juanjo le pidió a su llegada que luchara por encontrar su nivel.
Cinco años después de aquella conversación, el equipo acudió como invitado a una Vuelta a España en la que el discurso iba a ser calcado al de su participación anterior. Viajaban a la ronda española con billete de turista, así que lo que importaba era coger fugas. Dejarse ver lo máximo posible para estar cerca de la victoria.

Sin embargo, muy lejos de su mejor pronóstico, comenzaron a sucederse una lluvia de emociones: Primero se atisbó la esperanza de las llegadas masivas, con Pau Miquel y Antonio Jesús Soto cercanos a los grandes sprinters. Pero luego llegó el mazazo. Oroz, en el desayuno previo a la disputa de una de las etapas, les comunicó el fallecimiento de Manolo Azcona, fundador de la estructura, a causa de una larga enfermedad. Debían canalizar su dolor imprimiendo fuerza sobre los pedales para honrar su memoria. El día siguiente, Pablo Castrillo daba la primera victoria al equipo, que repetiría días después en el Puerto de Ancares.
Entonces llegó su gran día. En la decimoctava etapa, con final en el Parque Natural de Izki, la dirección del equipo, contagiada por la ambición que demostraban los corredores, les pidió estar representados en la fuga con el mayor número de integrantes posible. Él era uno de ellos.
Cuando el grupo de escapados, alrededor de la veintena, se acercaba a los últimos kilómetros, amparado en la superioridad numérica, no dudó en lanzar un ataque al que sólo pudo responder Steven Kruijswijk. Sin embargo, unos metros después dejó de sentir los jadeos del holandés. Desde su auricular, sus directores no dudaron. Debía dejarse la piel hasta meta. Por detrás, tanto Castrillo como Miquel cubrirían su cabalgada.

Desde entonces, los recuerdos van y vienen. A veces se ve sobre la bicicleta, a veces se ve a si mismo en la televisión contando a los periodistas cómo acertó propinando un ataque de pocas palabras. Luego aparecen sus padres, el abrazo que se dieron antes de derrumbarse en frases que, de normal, aunque se sientan, nunca se dicen.
Pero su Vuelta aun no había terminado. En la anteúltima etapa, con final en el alto del Picón Blanco, incapaz de coger la fuga de aquel día, tanto él como sus directores decidieron hacer un test y ver hasta dónde podía llegar siguiendo a los favoritos. Según ascendían el puerto, la rendición de muchos ciclistas implicados en la General no hacía sino reforzar su idea de que llevaba buenas piernas. Su quinto puesto en la línea de meta fue premiado entre risas por Juanjo Oroz quien, asombrado, le preguntó que dónde habían estado esas piernas el resto del año.
Aquella broma tenía un mensaje claro. Su victoria en Izki y la capacidad de recuperación demostrada ante los favoritos era un bálsamo ante todos aquellos pensamientos sibilinos que le habían hecho preguntarse antes si realmente era un ciclista para las grandes citas.

Entonces, los equipos gruesos, los que van de serie a las grandes citas, se interesaron por él. Pero Urko sonrió a Juanjo. El equipo iba a hacer un esfuerzo por retenerle, y él, por quedarse. Su renovación tendría un mensaje para los jóvenes. Allí se podía crecer.
Los once corredores que le precedieron en aquella edición del Tour del Porvenir ahora forman parte de estructuras del World Tour. Urko no. Siempre se ha sentido importante en Kern Pharma y, por fin, había respondido a aquella pregunta de su Director. Había encontrado su nivel.